Miércoles, Noviembre 13, 2024
   
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Leyenda del Lago de Sanabria

Leyenda Lago de Sanabria

¿Conocéis el dolor de cuando, trabajando la madera, una astilla se os hinca entre la uña y la carne? Pues así azotaba el granizo la faz de aquellos que, pocos días tras Reyes, se aventuraban a caminar a la intemperie atravesando el Valle Verde. Era aquella, creedme, tierra fértil cual vientre de buena mujer: rodeada de montañas que la protegían del frío, salpicada de arroyos y regatos que de agua la abastecían y en su mismo centro, en las orillas del río, altanera se erguía la ciudad de Villa Verde de Lucerna.

Villa orgullosa, sin duda, y sus vecinos prosperaban, pues a más de lo que su tierra les daba eran de natural negociante y por todas las regiones sus mancebos y cuadrillas sus mercancías vendían. Jabatos, se nombraban, y no estaba mal puesto el nombre, pues eran de corazón duro y de pronta espada en la pelea. Muchos eran sus negocios y no todos, he de decirlo, del agrado de la autoridad ni aun del Dios de los Cielos, que a todos nos juzgará. En aquellos días de tormenta, ningún jabato andaba pues por las calles, sino más bien junto a la rica lumbre de sus cocinas esperando la escampa para mandar sus criados mundos adelante.

Cerca de vísperas la tempestad calmó como por ensalmo. Mas no trajo la paz, al contrario, semejaba que los demonios paganos de los vientos se reagrupaban, tomaban aliento y afilaban sus armas para el asalto final a la ciudad de Lucerna. Al fondo del valle un rayo de sol, quizás el postrero, logró abrirse paso entre las nubes circunspectas. Se vio entonces una encorvada figura renqueando en el camino de la villa. Vestía una especie de pardo que el tiempo y el mucho uso habían vuelto gris; gris era su lacia melena, sus barbas y aun su mirar, y todo en su figura mostraba un cansancio infinito al que su cayado, de curiosa madera labrada, apenas auxilio prestaba.

Cuenta quien lo sabe, que aquella gélida noche el romero recorrió, una por una, todas las casas de la Villa Verde. Que en todas pidió cobijo y en todas le fue negado y ni siquiera un plato de caldo le fue ofertado. Cuando ya con pesadumbre casi abandonaba la villa, en el camino de la montaña, en una humilde choza, apenas una cabaña, le abrieron la puerta y le dieron posada: “Pasad, pasad, buen peregrino. Aunque somos pobres en tierra de ricos, compartid con nosotros siquiera un vino”. Y así le asentaron en su escaño, en el mejor sitio junto al fuego y en un momento le prepararon un ponche de vino y huevo. El romero, todo cuitado y pequeño, por encima la escudilla atisbaba sus movimientos. Eran los dueños un matrimonio ya viejo y en sus prendas se veían las penurias que sufrían. El gris apreció, sin embargo, que pese a todo no eran desgraciados y se afanaban en la cocina como mozos enamorados. Habían preparado para hornear una hogaza de pan negro y era pequeña, por cierto, pues a aquellas alturas de invierno ya escaseaba el centeno. En el horno ardiente la pusieron y junto al romero sentaron, hablando de todo y nada, dejando pasar el tiempo.

En el momento de sacar el bollo uno a otro se miran con maravilla: con tan poca harina había y el pan por la puerta no salía. Y ya no era negro, señor, sino blanco de pureza celestial. El romero les mira y sonríe asintiendo: “Pobres sois, buenos abuelos, pero en vuestro pecho el corazón sincero tié más valor que el dinero”. “Habéis de partir ahora y no paréis hasta más allá del alto la Viquiella. Está viniendo una gran agua que se ha de llevar esta tierra.” Y apenas pasada la medianoche le vieron bajar hacia las piedras que del Borrego llamaban y contaron que cada vara que andaba su figura crecía una cuarta, que sus ropas grises de blanco brillaban y su melena al viento aura de santo le daba. Junto a las rocas se detuvo y miró en torno suyo con gesto fiero. Era su estampa digna de los caballeros de cuento: alto, blanco y poderoso como un mago de otro tiempo: “Aquí clavo mi bordón, aquí nazca un gargallón”.

Desde el fondo de la tierra se inicia un ronco rugido que las entrañas embelesa –bramaba la sierra, contaron después. Al punto, el cielo responde con un sonido como de trompetas. Rompe a llover como no se ha visto en esta era y allí donde el romero ha clavado el bastón brota un manantial de agua negra y horrible. Brota y brota agua del suelo, pero más aún cae desde el cielo. Los jabatos se tiran de sus jergones entre gritos de espanto. Los primeros mueren pronto, aplastados entre los sillares de sus casas que el agua derrumba como arena en la ribera. Otros corren hacia los campos, mas la riada asesina no deja ni uno sano. Los últimos, en fin, fueron los que buscaron socorro en los altos: vieron como el agua anegó toda su villa, sus huertas y sus haciendas. Murieron ahogados y el agua siguió subiendo hasta que de Villa Verde de Lucerna tan solo quedó el recuerdo.

Así, señor, y no como otros la cuentan, fue la Caída de Lucerna y el origen del Lago que vuestras tierras alimenta. Sólo los dos abuelos fueron salvos y gracias a ellos sabemos del cuento. Que no acaba aquí, por cierto: al cabo de pocos años vecinos que habían sido del Valle Verde se juramentaron para salvar de las aguas las campanas de la iglesia, que sabían de bronce bueno. El concejo encargó a una casa la crianza de dos bueyes hermanos, Bragado el uno, Redondo el otro, con serio aviso que no habían de ser ordeñados; esto es, que toda la leche de la vaca para ellos fuera. Mas he de contar, oh, señor, que tras la horrible catástrofe había hambruna en la región y la señora de la casa, que criaturitas tenía, una noche, buscando la escondida, ordeñó una jarra de la vaca prohibida. Sorprendióla en éstas el marido y, tras grande bronca y desconsuelo, acabó arrojando la leche sobre el ternero elegido.

Llega el día, como todo llega, de intentar el rescate de las campanas, pues los bueyes se han convertido ya en orgullo de la raza de esta tierra. Entre los mozos, los dos mejores nadadores agarran sendos rejos y a la profundidad se lanzan como almas a santidad. ¡Las han enganchado! Raudos, bajan la pareja hasta la playa y aun dentro de las aguas y los ponen a tirar. Pero uno de ellos, por más que intenta no puede y el peso de la campana le hace resbalar. Su hermano gira la testuz y dice: “Tira, tira, buey Bragado, que la leche que ordeñaron por el lomo te la echaron”. Mas no fue capaz y el peso de la campana lo arrastró hasta el fondo y allí se quedó.

Y allí, en lo más hondo del Lago, quedó también la campana Bamba, que hasta el final de los tiempos no será salva. Sólo aquellos que en gracia de Dios se acercan a las aguas en la noche de San Juan han podido volverla a escuchar. Y así llegó a lo alto de nuestra iglesia la campana Verdosa, que como sabéis es capaz de parar las tormentas cuando acechan, y en su torre la acompaña la escultura del buen buey Redondo, que con su fuerza la salvó de las aguas.

Mas, ay, mi señor, hay quien dice que la riada no lavó el pecado de Lucerna, que la maldición era más luenga: que hasta por tres veces el agua negra se llevará a la villa que junto al Lago se pusiera. Ojalá gracias a nuestro Señor, ni vuestros ojos ni los míos lo vieran.

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